Las grandes caminatas junto a la orilla del mar fueron siempre una actividad compartida, un ritual familiar, una procesión espiritual. Desde pequeñas mi mamá nos inculcó a sus hijas ese reencuentro sensible con lo infinito. Levantarse de madrugada cuando la playa es aún virgen de turistas y ser las primeras en imprimir huellas en su piel. Paso descalzo y kilómetros de costa atlántica hacia la desurbanización.
Cuando se practica ese encuentro con lo íntimo se descubren muchas cosas. Por ejemplo, que el mar es una criatura bulímica, que es compulsiva y come todo lo que le dan, que se relame del gusto porque es angurrienta y voraz, pero que llegada la noche vomita todo exceso y crueldad.
Nosotras, que somos las primeras en volver a ella, conocemos bien su textura. La playa del amanecer es un cementerio de objetos perdidos y restos orgánicos que volvieron con cada arcada.
Depende de la orientación del viento de esa noche el tipo de resto que puebla la orilla por la mañana.